23 de febrero de 2011

También la lluvia, Icíar Bollaín

El otro día fuimos a ver También la lluvia, que nos gustó mucho. A la salida, y a la vera de unas cañas, comentamos la jugada. De las cuestiones técnicas dejo que se ocupen otros; a mí el final me pareció precipitado y hubo algún detalle que no entendí (¿por qué no consiguen hablar Gael García Bernal y Luis Tosar por teléfono cuando se separan?) Tampoco encontré del todo creíble ese abrazo entre Tosar y Juan Aduviri. En realidad, diría que eché en falta 20 o 30 minutos más de película. (Sí, a lo Biutiful, un rato más para amortizar los 8 eurazos de la entrada).

La película contiene múltiples lecturas, y de todo habrá por ahí en internet. Yo mientras la veía me acordé de una reflexión de David Foster Wallace que había leído el día anterior. (Sé que suena posmo y pedante; pero sucedió así, qué va a ser). Había leído esta entrada en el blog de Caballo de Troya y había ido hasta el discurso de bienvenida que elaboró Foster Wallace para los alumnos del Kenyon College, publicado por Metricastore. Allí figuraba, entre otros, este fragmento:

Probablemente lo más peligroso de una educación académica —por lo menos en mi caso— es que me permite y alienta la tendencia a sobreintelectualizar las cosas. Me ayuda a perderme en argumentos abstractos dentro de mi cabeza, en vez de simplemente poner atención a lo que está sucediendo en frente de mí. Estoy seguro que todos aquí saben que es extremadamente difícil mantenerse alerta y atento, en vez de sucumbir a la hipnosis del constante monólogo dentro de uno mismo. Es por esto que aprender a pensar significa aprender a ejercer algún control sobre cómo y en qué pensamos. Significa estar suficientemente concientes y alertas para escoger en qué ponemos atención y escoger cómo construir significado a partir de la experiencia.
(La traducción es argentina; de ahí algunos detalles —concientes o alertas— que llamarán la atención del lector español, si es que lo hubiere.)

Para mí, También la lluvia consigue cuestionarme cómo y en qué pensamos cuando hablamos sobre ciertos asuntos. Por ejemplo, la visión etnocentrista que suele dominar nuestros discurso, esa que no distingue a los quechuas de los mayas y que considera a ambos indígenas como extras soberbios para desempeñar el papel de indios tahínos en una película sobre Colón. Por desgracia, ese discurso pro hombre blanquito occidental no es un mal exclusivamente español, sino que está bastante extendido. (Baste ver las críticas que recibió La teta asustada, el filme peruano, de Claudia Llosa).

Otro aspecto que me ayuda a cuestionarme También la lluvia está relacionado con la elección de Bolivia como enclave para rodar. En una época en que muchos políticos, analistas y trabajadores claman contra el traslado de las fábricas de coches a India, China o incluso a países del este europeo, resulta que desde hace un tiempo muchos españoles están yendo a rodar a la Argentina porque es más barato. El capitalismo es lo que tiene: lo mismo te hace zapatillas en Vietnam, vaqueros en Marruecos o centros de atención telefónica para tu ADSL en Centroamérica. En este caso, los protagonistas se marchan a Bolivia; al fin y al cabo, allí pueden pagar 2 dólares al día a unos cuantos quechuas y disponer de un montón de extras con los que montar una superproducción. Es una forma de descentralización de una industria como otra cualquiera, quiero decir.

(Nota al paso y que poco o nada tiene que ver con la lluvia: qué buena película Bolivia, de Adrián Caetano.)

Hasta ahí, si esos cineastas fueran hollywoodienses, jodería la explotación y parecería previsible el argumento. Sin embargo, resulta que encima el equipo de la película intenta dárselas de izquierdista, de hacer un poquito de denuncia, en fin, de ir de progres por la vida; pero de ese progre que lleva el bolsillo a la derecha, como la gente a la que critica. Y aquí es donde para mí También la lluvia adquiere vuelo.

Es más: podría decirse que pasa de la queja a la denuncia: hay cineastas progres que, cuando se trata manufacturar su producto, aplican los mismos métodos de explotación y extorsión que las multinacionales. Y lo hacen exactamente con la misma convicción con que lo dice Luis Tosar cuando se ve en algún brete: el dinero resuelve todos los problemas.

De hecho, hay una escena entre Luis Tosar y Juan Aduviri que parece un guiño a aquella de 9 reinas entre Gastón Pauls y Ricardo Darín, aquella donde Darín dice: «¿Te das cuenta? Putos no faltan, lo que faltan son financistas». Aquí Tosar, el productor y conseguidor, hace de financista y pone dólares encima de la mesa para que Aduviri deje de liderar las protestas contra el Gobierno y se centre en su papel como actor secundario en la película. Donde Pauls arruga y acepta un cero más a la derecha para venderse, Aduviri emerge como un incorruptible espartaco plenamente concienciado de su lucha social.

Al margen de la lectura de que el hombre blanco intente comprar la voluntad del hombre indígena, quisiera ir un pasito más allá. En 9 reinas, la escena sucede entre 2 ladrones; en También la lluvia ocurre dentro del mundo del cine. Es decir: en el sacrosanto recinto de la cultura...

Desconozco si hay una denuncia encubierta de Iciar Bollaín contra algún compañero de profesión —alguno hay que es famoso por ir de hacer cine social y pagar fatal al equipo con el que trabaja, a pesar de disfrutar de un buen pasar económico—, o si tan solo se valió de la profesión que tenía más cerca y que mejor conocía: la suya, la de cineasta. No lo sé. Pero me gustó esa crítica, ese preguntarse ¿para qué sirve el cine? O mejor dicho: ¿para qué sirve mi trabajo si con él contribuyo a perpetuar el sistema que tanto crítico?

Los cineastas de la película creen hacer cine de denuncia porque rescatan el papel de Bartolomé de las Casas y de otros religiosos durante la conquista, porque quieren rodar algunas escenas brutales sobre las tropelías que cometimos los españoles hace 500 años, porque aprenden alguna palabrita en quechua... Y sin embargo, a la hora de la verdad, resultan ser serviles con el verdadero amo: el Mercado. Pagan una mierda y van de nuevos ricos entre gente humilde... Para eso, mejor que vendan tornillos, camisetas sixties o fajas de color carne, ¿no? ¿Para qué sirve una cultura que fortalece el discurso hegemónico?

Lo que necesitamos, sea en la cultura o en otras facetas de la vida, son espartacos bolivianos como el personaje que encarna Juan Aduviri, gente íntegra y capaz de pelear por los derechos de su comunidad, de no venderse, de poner en marcha proyectos que transformen la vecindad de uno en un lugar mejor para todos, no solo para unos pocos. Ahí está la poesía, lo verdaderamente transgresor. Lo demás es capitalismo, más duro o más blando, con más o menos glamour y toque de buen gusto; pero capitalismo al fin y al cabo. Y en la industria cultural hay mucho.


PD 01. Desconozco cuál es la posición exacta de Iciar Bollaín respecto de la llamada «ley Sinde», pero confío en que no termine presa de su propio discurso, como los personajes de su película. Por ahora solo Álex de la Iglesia se ha desmarcado del lema de También la lluvia: «Algunos quieren cambiar el mundo... Pocos quieren cambiarse a sí mismos».

PD 02. En la web de la película aconsejan visitar estos dos blogs: uno y otro.

9 de febrero de 2011

El lenguaje de las células..., Nacho Gallego

Este es un libro que, en realidad, son 2. Si te da mal rollo el cáncer y la escritura en carne viva, puedes olvidarte del inicio y saltar a la página 133. A partir de ahí, comienza la sección «Otros viajes» y la cosa va en plan mochilero con un toque oenegé: un buena dosis de la Argentina menos conocida por los turistas, una pizca de trabajo social en Nicaragua o un chute en toda regla de curaciones ayurvédicas en la India. Son casi 200 páginas dedicadas a conocerse mejor a uno mismo saliendo de viaje por el mundo. Vamos, una lectura tranquila como la de un suplemento de viajes dominical.

Como lo mío son las drogas duras, centraré la reseña únicamente en la primera parte, El lenguaje de las células (Caballo de Troya, 2010) propiamente dicho.

Esas primeras 133 páginas son un conjunto de textos que Nacho Gallego (Madrid, 1971 - Zamora, 2007) escribió mientras estaba enfermo y que dejó inconclusos cuando le tocó abandonar el banquete de los vivos. Le detectaron un cáncer en los testículos —o eso he entendido yo— a los 24 años, se lo curó y, putas casualidades de la estadística, formó parte del 0,05% de las personas que padecen un rebrote. Cada 3 años tuvo una recaída y de la última no se recuperó. Entre medias de tanto ajetreo existencial se armó de valor, humildad y coraje, y vivió. También encontró consuelo en dedicarle un montón de horas a la lectura y a la escritura.

Bien pensado, tiene huevos —y nunca mejor dicho— lo de este chaval: si sabes que la muerte te acecha, ¿qué sentido tiene perder el tiempo leyendo los cuentos de Borges, los poemas de Jorge Calvetti, dejar que te toque un libro Gioconda Belli o leer a Eduardo Galeano para entender que los españoles no hicimos en América lo que nos contaron los curas en el colegio? Quiero decir: este Sistema conspira desde todos los ángulos justamente para lo contrario... Y va y aparece un tío como Nacho Gallego, que pelea contra la fecha de caducidad de su vida como tú contra tu jefe por un aumento de sueldo, y decide leer. También escribir. Y hasta deja unos textos más o menos apañados que testimonian que, como sostiene su editor, no ha vivido en vano.

Olé sus cojones.
Qué mejor manera de deshacer esta mentira del país de los sanos que contando historias que nos preparen para experimentar el viaje de la vida en todas sus dimensiones.
La literatura como herramienta para vivir con más intensidad: he ahí una de las enseñanzas de estas páginas. En un mundo lleno de superficiales discursos de autoayuda, vacía lírica vanguardista o sentimentaloide y prosas de refinado vendedor de crecepelos, alivia encontrarse con la honestidad de El lenguaje de las células, por deslavazados que resulten algunos de sus pasajes. Y es que todo el relato está recorrido por la más alta tensión literaria: vivimos para morir. (Lo demás son distracciones, que diría Kafka).

La grandeza de Nacho Gallego es que ni siquiera tira golpes bajos. No se regodea en su cráneo imberbe, en los vómitos o en la «amplia gama de averías» que padece su carne debido a un adenocarcinoma. Tampoco vende un discurso de superación que pueda servirle a los gerentes de las multinacionales para arengar a su tropa. La grandeza de este chaval anónimo es que intenta disfrutar aquí y ahora de su vida: del café que toma, del libro que lee, de su soledad, de las caricias de su novia, de transfomar el mundo que le rodea en un sitio más habitable. De vivir, en suma, en tiempo presente (un poema de José Ángel Valente que, seguro, suscribiría Nacho).

En estas páginas no hay gran literatura, si por esta entendemos los manierismos al uso que unos días excitan a los gafapasta avant-garde y otros, a la aristocracia de la reconfortante cita humanista. Es más, y conociendo a su editor, Constantino Bértolo, puedo decir que ni siquiera hay literatura, porque de eso se trata, de que no la haya, pues el mundo (literario o no) está saturado de juegos de palabras, de elipsis interesadas, de gastadas metáforas que velan la realidad para manipularla a beneficio de alguna cuenta corriente.

Lo que sí hay en el Lenguaje de las células es verdad. Una verdad que irradia un tipo que vive con el deseo ferviente de arder, no de consumirse. Alguien preocupado, además de por convivir con la rebeldía de los oncogenes, por rebelarse contra otra enfermedad, una enfermedad más grave aún que el cáncer y que ha infectado a buena parte de la sociedad occidental: durar como sinónimo de vivir. En estos blandos tiempos donde el negocio es comprar y vender felicidad satisfaciendo necesidades ficticias, va y resulta que las células tienen planes propios respecto de la estrella del horóscopo: nuestra salud.

Vivir, no durar.

Arder, no consumirse.
Con el dolor le ocurría como con el amor: no había nada que él pudiera hacer, tan sólo esperar a que pasara el pico de intensidad, sucumbir a cada arremetida.
Leídas esas 30 palabras, alcanza para comprender que Nacho Gallego sobrevivió al descenso al infierno y supo tocar el éxtasis con los dedos. Supo en qué consistía la soledad de ser hombre. Y eso ni lo cura la quimioterapia ni lo atenúan narcóticos como la Dolantina. Con todo, el bueno de Nacho todavía tiene arrestos para ironizar sobre ello y dejarnos entrever que, para películas en alta definición y sensaciones 3D, la vida:
Hasta el olor corporal era distinto: «Tu almohada huele a quemado», decía Ale cuando dormía a su lado; ella era la única que seguía tocando su cuerpo como si éste no se redujera a un saco de humores y líquidos. De tener ocasión, Joan lo hubiera cambiado por otro en la tienda más cercana: «Me da uno limpio, sin fármacos, por favor», solía bromear con Ale.
Así escriben y viven los valientes.

Amén.


PD. Aquí puede leerse unas cuantas páginas del libro.

3 de febrero de 2011

Los años del desmadre..., Tom Wolfe

Hace un par de domingos quedé con un amigo, Alejandro, para tomar unas cañas por Lavapiés. Antes me acerqué al Rastro y pasé revista a los puestos de libros que tengo fichados. Esta vez, uno de mis favoritos —uno que vende pelis porno y libros en tapa dura a 3 €— no ofrecía gran cosa; así que inspeccioné con más ahínco el resto de paradas técnicas que suelo hacer en la plaza del Campillo del Mundo Nuevo.

Así, encontré un puesto que vendía a 5 € libros nuevecitos de editoriales como Melusina, Península y alguna otra similar. El destino de muchos libros enviados a los medios de comunicación es terminar en una mesa de saldos dominguera para que alguien como yo se los lleve a casa 2 o 3 veces más baratos que en una librería. Quiero decir: cada cual tenemos nuestro lugar en la cadena trófica del ecosistema literario.

Bien, decía, inspeccionando ese puesto encontré también 2 libros de Tom Wolfe, ambos de aquellas primeras ediciones que lanzó Anagrama en sus inicios (o eso creo yo, vamos): Los años del desmadre. Crónicas de los 70 y La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop. Y, como tengo el sí fácil, me gusta esa clase de periodismo y juraría que Herralde no los reeditará, me los compré por 6 € cada uno. Ni siquiera intenté regatear el precio: además de que me encantaron las portadas, Anagrama ha reeditado ahora en formato 2 x 1 ¿Quién tema a la Bauhaus feroz? y La palabra pintada, y pide 18 eurazos por el libro. Quiero decir: no era mal trato.

Ya casi he terminado el de los años del desmadre y, cómo no, me ha resultado desternillante. Tom Wolfe es una especie Mourinho literario: es incorrecto a tiempo completo, como si lo de ser sublime sin interrupción tuviera que ver con dispersar al enemigo a manguerazos de cinismo. Y, como la estrella del flamante capitalismo florentino, da a entender siempre que el problema es de los políticamente correctos, de ese hatajo de hipócritas que nunca dicen lo que piensan y cuyo objetivo es llevarse bien con todo el mundo para medrar. Analogías futbolísticas aparte, leer otra vez a Wolfe me hizo fijar otra idea: Martín Caparrós es el Tom Wolfe en español. Hace poco terminé Contra el cambio y su voz narrativa desprende la misma socarronería que el virginiano en los años 70.

Eso sí, a Caparrós todavía no le he leído describir las hemorroides de una alta ejecutiva preocupada en extremo por su belleza... Sin embargo, como Wolfe carece de límites cuando escribe, puede llegar a cotas inalcanzables para otros:
Los ataques comenzaban siempre con la sensación de que un cacahuete se le había quedado atrapado en el esfínter. Eso significaba que una porción de vena varicosa inflamada se había abierto paso por el intestino y amenazaba de hecho con salir por el ano.
Y, en esa misma crónica, «La década del yo y el tercer gran despertar», agrega:
¡La hemorroides! Ese cacahuete siniestro...
Desopilante. Hasta comiendo pistachos y dátiles me parto de risa recordándolo (eso sí, los mastico mejor antes, no vaya a ser que...).

En fin, hay que ver de qué cosas escribo. El caso es que yo había empezado esta entrada para el blog porque hubo un pasaje menos escatológico que también me hizo tilín en la perola. Va sobre religión.

Desde hace años no paro de darle vueltas a este léxico que usan las corporaciones: visión, metas, objetivos, valores, cultura... Sobre todo a lo de la visión. Ese «I have a dream», a lo Martin Luther King pero en versión capitalista. Tras leer el siguiente pasaje de Wolfe, me quedó claro que el concepto no procedía de gurú alguno, sino que deviene de la religión.

Sí, lo sé, soy un ingenuo porque el Vaticano es un perfecto sincretismo entre religión y economía... Pero, bueno, uno tiene sus limitaciones, qué va a ser. El pasaje en cuestión dice así:

Esta noción [orgasmo] cuenta hasta con su genealogía. Numerosas sectas, tales como los Shakti zurdos, o los onanistas gnósticos, han interpretado el orgasmo como el kairós, el momento mágico, el éxtasis divino. Hay pruebas de que los primitivos movimientos mormones y oneidas les imitaron. En realidad, el concepto de un cierto éxtasis divino está presente en la historia de las religiones a lo largo de los últimos 2500 años. Como Max Weber y Joachim Wach han explicado con detalle, todas las principales religiones modernas, sin contar una legión de otras menores ya desaparecidas, no se originaron a partir de una teología, ni de un sistema de valores, ni de una meta social, ni siquiera de una vaga esperanza de vida eterna. Al contrario, todas se originaron a partir de un pequeño círculo de individuos que compartieron algún éxtasis o acceso avasallador, una «visión», un «trance», una alucinación; resumiendo, un auténtico hecho neurológico, una dramática mutación del metabolismo, algo que aparentemente ha iluminado el entero sistema nervioso central. […] Los orígenes del cristianismo están repletos de «visiones».
Pues eso: dramáticas mutaciones del metabolismo me dan a mí cada vez que escucho a los bancos quejarse de nuestros salarios y, a la vez, comunicarnos sus beneficios... Pero a lo que iba: me pareció revelador (nunca mejor dicho) constatar una vez más que las multinacionales usan un léxico religioso de manera encubierta. Se ve que, cuando los departamentos de marketing se sientan a identificar necesidades, también piensan en las espirituales.


Los años del desmadre. Crónicas de los 70, Tom Wolfe
Editorial Anagrama, 1979
Traducción de José Luis Guarner